miércoles, 18 de noviembre de 2009

Sueños

Hay un lugar donde ocurren mis sueños. Un lugar inmanente y desquiciado donde mayormente tienen lugar casi todas las cosas que sueño. En uno de sus lados donde ahora hay una enorme muralla amarillenta y con rastros de demolición, que da a la calle, hubo –como incrustada en lo más alto- una habitación que originariamente era de un pariente antiquísimo, probablemente el primer dueño de toda la construcción. Siempre anciano, con una gorra con elástico detrás y una visera raída y celeste, estuvo confinado allí, cuidado por una mujer gorda adoptada por la familia. Asociada a mis primos del lado de mi mamá, esa habitación fue usada por mi prima Laura mientras estuvo internada. Y toda esa parte de la casa está ocupada por mis primos y mi abuela, aunque nada de eso es definitivo.
Ahora, es decir en los sueños más recientes, ese murallón está vacío, pero el que soy en los sueños recuerda que antes, allí, estaba colgado ese cuarto.
Mi padre aparece siempre afuera y en perspectiva, y actúa como si no conociera ese lugar, en donde alternativamente yo vivo y no vivo. También es el lugar en donde tengo que encontrarme con alguien. De noche está fuertemente iluminado.
Visto de lejos todo el complejo es moderno y nuevo, y de alguna manera extraña e irreal está construido de espaldas al río. Pero de cerca no. No hay río, ni construcción moderna, y sobre todo no hay unidad; a algunos lugares sólo se accede por una terraza, que permite saltar a la otra y así indefinidamente, hasta llegar a un sitio desde el cual se ve un patio lleno de cosas mías, un patio inaccesible que veo desde muy arriba. Cosas mías como una pelota de goma rayada o un juguete de plástico rojo, ese tipo de cosas. Siempre hay un último lugar de acceso que está detrás de un conjunto de escaleras.
No todo el edificio es de la familia, y aunque en todos los espacios he visto a familiares durmiendo o cocinando o mirando la televisión, ocasionalmente un desconocido me obliga a tomar distancia, a detener la carrera de una huida, a esconderme. A veces simplemente esa presencia me hace tomar conciencia de que estoy en un lugar público.
Sobre la pared demolida hay siempre luz o suceden ahí las cosas diurnas, mientras que en el laberinto de las escaleras funcionan los sueños más nocturnos. Hay faroles encendidos y nunca está demasiado iluminado. Las personas son sombras que aparecen allí o acá y que sólo se hacen nítidas en el radio de mi visión, como si yo mismo fuera la luz de un farol apocado que se mueve en la negrura.
Sólo unas pocas veces aparece gente muy cercana. Que se entienda, todo el sitio es muy familiar, y sí es cierto que mis primos y mi mamá entran y salen, pero nunca se acercan demasiado o yo no lo recuerdo. Después de la muerte de mi papá, impresionado quizás por ese hecho, me despierto con el recuerdo de alguna conversación que tuve con él. Dos particularmente: en la entrada del lugar, mirando hacia adentro y pidiéndome que entrara a ver por él alguna cosa, o –algo que se repite muchas más veces- papá saliendo del baño con el torso desnudo, sus anteojos puestos y el pelo peinado para el costado, joven y risueño. Nunca soñé a papá con la cabeza rapada por los tratamientos que recibía.
Pero casi siempre veo el lugar desde lejos, como subido en la loma de una colina urbanizada, con una magnífica perspectiva. Y no siempre estoy seguro de cómo acceder hasta allí. En realidad sé que debo hacer el recorrido por la calle que da al río, como rodeando el barrio, y esperar a ver la entrada que nunca aparece y que no conozco. Porque el camino hasta allí no es tan sencillo, y en realidad termino adentro después de pasar por otros lugares que son parecidos pero donde vive gente extraña; todo el pasaje por casas ajenas es siempre una aventura inquietante.
El único lugar que reconozco en la vigilia es la zona de los ascensores. Después de atravesar las escaleras, algunas veces entro en un largísimo pasillo que lleva hacia los ascensores. Todo se corresponde con un edificio en el cual viví en mi adolescencia, en la calle Mario Bravo. Pero en los sueños hay ascensores durante todo el pasillo, y por supuesto nunca paran en mi piso. Como perdido en un laberinto, esa serie de infinitos ascensores e infinitos pisos van minando mi tranquilidad y es común que termine despertándome sobresaltado. Otras veces encuentro una escalera –que es la escalera real de ese edificio- y corro hacia abajo colgándome de las barandas y dando grandes saltos. Aunque sucede que se repite el primer piso varias veces, es frecuente que pueda bajar hasta la planta baja. Cuando llego, veo la puerta de salida y al encargado y a su mujer, dos personajes naturalmente extraños, mirándome.

1 comentario:

  1. Me gusta, me gusta. Ayer dijiste q era un relato, no se si tiene que ver pero me gusta como llevas cada paso q das en los sueños; ademas porq lo veo a ale tal como lo describis vos, pero eso es mas subjetivo...
    no se, querias q pusieramos algo y puse =)

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