miércoles, 30 de septiembre de 2009

La Vida Eterna – Luciana Sierra.

Me parece que te encontré!. Después de compartir distintos talleres y muchas consignas, creo que empiezo a entender la lógica de tus cuentos. Cuanto más acción, más desborde en lo temático, y cuanto más tiempo se narra, lo mismo.
Así que como consigna personal, sumada a todas las consignas que doy, me gustaría que trataras de escribir poco tiempo (real time only) y poco desplazamiento de personajes. Ya sé que es lo que mejor hacés, pero pero yo hago muchas cosas bien y no ando por ahí contándoselo a todo el mundo.
La vida eterna es un cuento que me gusta. Hay una estrategia formalmente dispuesta para narrar, fuera de la acción misma. Lo que No ocurre (lo que sólo ocurre en la cabeza de Marcos) es lo que verdaderamente ocurre para nosotros, los lectores. Así más o menos lo entiendo yo. Y si pudieras pensarlo así también, pues seremos dos locos. Pero ese tipo de gestos me gustan de lo literario. ¿pensaste que era la historia de un loco suicida? Vaya vaya, era la historia de su hermano, de su padre, de su novia, de la genética de una familia. Que tul?

Fotos Trucadas - Mabel Suarez.

Escribir un cuento es un desafío lleno de otros desafíos. Apenas tenemos una idea ya el cuento stá en nuestra cabeza, pero pasarlo al papel, encontrar las palabras, el comienzo, los personajes, el tono, los nombres, todo parece un rompecabezas con tantas piezas que parece in armable (de in-armabilis= limitación de algunos pájaros para volar/ falta de uñas en los pies/ construcción pasajera)
Sin embargo, porque de alivios vivimos también, hay un camino, un proceso, un recorrido que todos los escritores hacemos desde la simpleza y hacia la complejidad. Vos trajiste este cuento lleno de ideas, de imágenes, con una propuesta estructural muy buena, y con tus puntos suspensivos. Y escribiste un cuento. Para todas las escribidoras curiosas va la misma reflexión: nadie escribe su obra maestra los primeros tres meses. De modo que disfruten con el taller, disfruten con este disfraz que nos ponemos al escribir para decir cosas que sentimos y pensamos. Experimentar es una posibilidad asombrosa que no muchas personas tienen.
Como primer objetivo yo diría que tenés que encontrar un ritmo que te permita salir de esos puntos suspensivos, y como segundo objetivo que sigas imaginando. El título de la foto, la conversación de las amigas, la historia completada más tarde es muy interesante.
Fotos trucadas es un muy buen comienzo

domingo, 27 de septiembre de 2009

Roberto Bolaño

LUPE
Trabajaba en la Guerrero, a pocas calles de la casa de Julián
y tenía 17 años y había perdido un hijo.
El recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel Trébol,
espacioso y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal
para vivir durante algunos años. El sitio ideal para escribir
un libro de memorias apócrifas o un ramillete
de poemas de terror. Lupe
era delgada y tenía las piernas largas y manchadas
como los leopardos.
La primera vez ni siquiera tuve una erección:
tampoco esperaba tener una erección. Lupe habló de su vida
y de lo que para ella era la felicidad.
Al cabo de una semana nos volvimos a ver. La encontré
en una esquina junto a otras putitas adolescentes,
apoyada en los guardabarros de un viejo Cadillac.
Creo que nos alegramos de vemos. A partir de entonces
Lupe empezó a contarme cosas de su vida, a veces llorando,
a veces cogiendo, casi siempre desnudos en la cama,
mirando el cielorraso tomados de la mano.
Su hijo nació enfermo y Lupe prometió a la Virgen
que dejaría el oficio si su bebé se curaba.
Mantuvo la promesa un mes o dos y luego tuvo que volver.
Poco después su hijo murió y Lupe decía que la culpa
era suya por no cumplir con la Virgen.
La Virgen se llevó al angelito por una promesa no sostenida.
Yo no sabía qué decirle.
Me gustaban los niños, seguro,
pero aún faltaban muchos años para que supiera
lo que era tener un hijo.
Así que me quedaba callado y pensaba en lo extraño
que resultaba el silencio de aquel hotel.
O tenía las paredes muy gruesas o éramos los únicos ocupantes
o los demás no abrían la boca ni para gemir.
Era tan fácil manejar a Lupe y sentirte hombre
y sentirte desgraciado. Era fácil acompasarla
a tu ritmo y era fácil escuchada referir
las últimas películas de terror que había visto
en el cine Bucareli.
Sus piernas de leopardo se anudaban en mi cintura
y hundía su cabeza en mi pecho buscando mis pezones
o el latido de mi corazón.
Eso es lo que quiero chuparte, me dijo una noche.
¿Qué, Lupe? El corazón.

De Los perros Románticos

jueves, 24 de septiembre de 2009

CLARICE LISPECTOR - Una gallina

Era una gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve de la mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto, hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. Todavía vaciló un instante -el tiempo para que la cocinera diera un grito- y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó como un adorno mal colocado, dudando ora en uno, ora en otro pie. La familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de la casa, recordando la doble necesidad de hacer esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió radiante un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, escogía con premura otro rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle. Poca afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El muchacho, sin embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había sonado para él el grito de conquista.Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda, concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella tenía tiempo de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué es lo que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. Aunque es cierto que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta. Su única ventaja era que había tantas gallinas, que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante otra tan igual como si fuese ella misma.Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la alcanzó. Entre gritos y plumas fue apresada. Y enseguida cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y depositada en el piso de la cocina con cierta violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e indecisos.Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un huevo. Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después que naciera a la maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los ojos. Su corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello que nunca podría ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba todo, aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del suelo y escapó a los gritos:-¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, ella puso un huevo!, ¡ella quiere nuestro bien!Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven parturienta. Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial. El padre, la madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban sin experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta brusquedad:-¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi vida!-¡Y yo tampoco -juró la niña con ardor.La madre, cansada, se encogió de hombros.Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin interrumpir sus carreras hacia la cocina. El padre todavía recordaba de vez en cuando: ¡"Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado!" La gallina se transformó en la dueña de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su existencia entre la cocina y los muros de la casa, usando de sus dos capacidades: la apatía y el sobresalto.Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos, levantando el cuerpo por detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su especie mecanizado.Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos momentos llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, cuando menos quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.

Tesis sobre el cuento

I
En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.
II
El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.
III
Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.
IV
En La muerte y la brújula, al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim". Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en El Sur, como la cicatriz en La forma de la espada) de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.
V
El cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento. Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.
VI
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.
VII
El gran río de los dos corazones, uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.
VIII
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.
IX
Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.
X
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en El muerto, con Nolam en Tema del traidor y del héroe. Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.
XI
El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud. Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.
Ricardo Piglia

miércoles, 23 de septiembre de 2009

No Somos nada – Valeria Varela

El cuento está dividido en dos partes. Tan simple es eso como que elegiste además separarlo… como si fueran dos estrofas de una misma canción.
La primera parte es muy buena, porque al mismo tiempo que el diálogo construye el argumento, hay una tensión que urde la trama. Todas las preguntas se las hacemos al cuento en esa primera parte: ¿Quién es la hija de Juan? ¿Qué hizo? ¿porqué la buscan? ¿Qué vestido tiene? ¿Quién la acompaña.
La segunda parte, en cambio, todas esas expectativas puestas en el comienzo, no se remiten ni se resuelven: se abandonan; como si la segunda parte respondiera a una diapositiva diferente, como si el punto de vista obligara a un cambio que el lector no comprende.
Ellas, las narradoras, son nuestros ojos, y queremos que miren, que busquen que chismoseen, que revuelvan. Si se miran a sí mismas, como un perro que se muerde la cola, nos termina aburriendo.

sábado, 19 de septiembre de 2009

La peluca – Patricia Mascheroni

El cuento es una sucesión de voces, es la acción desde la nada y hacia el decir. Y el dueño total de la voz, inicialmente es el escritor. Pero indefectiblemente la delega en un ente ficcional que es el narrador, esta narrador, personaje o no, es el dueño del poder de decir, jurídicamente sería el que tiene jurisdicción “Iurisdictium”. Este juez del cuento, a su vez, delega o presta su voz, cede ese poder de decir en otros. El último eslabón de esta cadena de cesiones es el discurso directo, el diálogo sin interferencias ni mediaciones entre nuestros personajes.
Todo diálogo debe responder a determinados presupuestos que son o bien formales o bien estratégicos. Formalmente deben ser intercambios breves, ordenados y con poca información. Estratégicamente deben ser dinámicos y verosímiles; medianamente cumple tu diálogo con estos presupuestos, pero en el límite; por momentos se nota que hay una necesidad de dar cierta información o de resaltar determinada característica de uno de los personajes presentes o de los ausentes. Yo no elegiría un cuento tan racional o reflexivo para aplicarlo al diálogo. Si hay discurso directo y resulta que es una reflexión, entonces no queda nada para que el lector ponga de su parte. El diálogo debe ser para los personajes y no para el lector, es algo entre ellos; en este caso en donde además tiene que armar una trama, elegiría que la trama se termine de realizar en el lector, a través de hechos que pertenezcan al dominio público y que no necesiten explicitarse.
El verosímil tiene además su contracara en el argumento plano y sin dudas, en la ausencia de inquietud. Creo que el final no alcanza a sacar al lector de cierto sopor en que se desarrolla la conversación de las dos amigas.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Salinger - Radar

Nota de Página 12 -RADAR
Domingo, 4 de Enero de 2009
HOMENAJES > SALINGER CUMPLE 90 AñOS

((((((í))))))

Con casi cincuenta años fuera de la vida pública a la que renunció después de una celebridad literaria que enseguida se transformó en culto, adoración y en algunos casos fanatismo, J. D. Salinger probablemente sea el escritor del siglo XX que despierta la devoción más imperecedera entre los jóvenes lectores. Sus cuatro libros publicados continúan vendiéndose año tras año y –prueba incontestable– es casi imposible conseguirlos en las librerías de saldo o usados. Pero además, al margen del éxito, su obra puede considerarse entre las más originales e importantes de la segunda mitad del siglo. Por eso, Radar le rinde homenaje en la semana en que cumplió 90 años. Por Juan Ignacio BoidoHoy, 1º de enero de 2009, J. D. Salinger cumple 90 años. Es raro pensar que Salinger todavía está vivo. Pensar que está ahí afuera, en algún lugar, todavía mirando el mundo, aunque hace rato prefiere que el mundo no lo mire. Es raro también que el cumpleaños de Salinger sea el 1º de enero. Las calles vacías, la ciudad relajada como una cuerda sin tensar, la gente distraída de tanto 31, y en un departamento una familia se junta a celebrar un cumpleaños: una escena muy salingeriana, demasiado salingeriana. Es raro también –es gracioso: es una forma de justicia salingeriana– pensar que el día del cumpleaños de Salinger es un día silencioso. Un escritor cuya obra se erige alrededor del silencio como el cristianismo alrededor de una cruz, cuyos libros sólo se reimprimen en tapas blancas, el color más silencioso de todos, cuyo libro de cuentos más célebre abre con un koan zen que dice: “Conocemos el sonido de dos manos aplaudiendo, pero, ¿cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo?”, cuyo personaje más célebre recibe como regalo de casamiento una extraordinaria hoja en blanco, cuya personaje más célebre atraviesa una crisis existencial llamándose a silencio pero repitiendo en su mente una plegaria incesante, cuyo personaje más célebre perfora el silencio de la siesta de su esposa volándose –con una sola mano– la cabeza con un revólver. Un escritor que –después de una notoriedad desmedida, una notoriedad demasiado estridente y demasiado opinada– decidió llamarse a silencio. Por eso es raro también –es gracioso: es una forma de venganza salingeriana– pensar que el día del cumpleaños de Salinger no hay diarios. Justo diarios, que tanto han dicho de él cuando él ya no quería que se dijera nada. Diarios que publicaron sus fotos cuando ya no quería que se publicaran, diarios que todavía hoy, cada tanto, mandan un paparazzo hasta el pueblo de New Hampshire para seguir robándole una foto a la salida del supermercado o de la farmacia. Conozco gente que tiene una de esas fotos robadas –una foto de Salinger furioso, mirando a cámara y golpeando a cámara, descargando su bronca contra la ventanilla del auto desde el que le toman una y otra foto mientras, en el estridente silencio de esa imagen que no debería ser, se lo escucha decir “No, no, no”–, gente que tiene esa foto en su casa. Me encantaría tener una. Agradezco no tenerla.Pero no siempre Salinger fue así. No sabemos mucho de cómo es hoy. Ahí están las periódicas memoirs infidentes de su hija, de una amante, de un periodista que lo acorrala hasta obligarlo a defender en persona ante un juez su derecho a no ser molestado. (Las tengo todas. Aborrezco tenerlas.) Sabemos que come comida macrobiótica, que practica la homeopatía, que sigue escribiendo, que escribe en un bunker con techo de vidrio. Leemos con dolor miserias que –ciertas o no– no son diferentes a las de nadie. Pero ninguna revela nada realmente. Lo único que revelan –lo único que realmente queremos saber– es que hay más libros de Salinger ahí adentro, libros que esperamos pero no sabemos si nos están esperando: libros que Salinger escribe, corrige y guarda esperando quién sabe qué. Hay un chiste –un chiste viejo, un chiste que debe haber cumplido muchos años también– que dice: “Cuando Salinger muera, en su caja fuerte van a encontrar una bolsita con cenizas y una nota de puño y letra que va a decir: ‘Esta era mejor que El cazador oculto’”. Puede que sí. Ojalá que no. Nos encantaría tenerlos. Agradeceríamos tenerlos. Silenciosamente, seguimos esperando.Pero no siempre Salinger fue así. Alguna vez se llevó bien con diarios y revistas; alguna vez –antes de publicar libros– publicó en ellos cuentos y relatos. Por supuesto, no era el Salinger que conocemos, el Salinger que leemos.El Salinger que conocemos, el Salinger que se lee en todo el mundo (no confundir con el Salinger sobre el que lee todo el mundo), el Salinger que sigue vendiendo 250 mil ejemplares por año de El cazador oculto, ese Salinger nació donde vio morir a tantos otros: en las playas de Normandía durante el Día D.Antes de la Segunda Guerra, Salinger era otro. Ahí están sus cuentos publicados durante los años ‘30 y los primeros ‘40 en revistas como Story, Collier’s, el Saturday Evening Post –cuentos que alguna vez tanto costaron conseguir, que circularon durante años de mano en mano, en fotocopias gastadas, atesorados como copias piratas de un disco inédito de Lennon o una figurita en madera de Cristo carpintero, y que hoy cuelgan al alcance de todos los que se estiren para bajarlos de Internet–, en esos cuentos Salinger es todavía otro. Son cuentos cosmopolitas, sensibles y sofisticados, de personas heridas pero enteras. Cuentos donde ya hay cocktails, familias raras, adolescentes angustiados, pero cuentos que son, todavía, sobre aspiraciones más que sobre fracasos. Antes de ser Salinger, Salinger quería ser, digamos, Fitzgerald. O al menos era todavía uno de esos escritores que había crecido con la figura de Fitzgerald como lo más parecido a un héroe, un ídolo literario que alguna vez se conoció. Fitzgerald fue el primer escritor como quien los jóvenes querían ser y escribir. La Segunda Guerra le dio a Salinger la experiencia que Fitzgerald tanto deseó en la Primera (una guerra a cuyas puertas llega el Anthony Patch de Hermosos y malditos, una guerra que no se ve pero que tanto se siente en El gran Gatsby) y que nunca alcanzó. La Segunda Guerra lo convirtió en ese escritor de posguerra como quien los jóvenes querían ser y escribir.En Hiroshima hay un monumento a la bomba: una pared sobre la que se ve, como una sombra, una silueta humana. No es una sombra, pero es humana: es el único rastro de una persona pulverizada por el viento atómico y cuyo polvo penetró en la pared. Así de sutil y así de atroz es el territorio emocional sobre el que escribe Salinger, el mundo en el que intenta buscar una respuesta, una salida, un camino.De vuelta de la Segunda Guerra, Salinger encontró su tema y su territorio. El sinsentido de la guerra había creado un mundo nuevo, un mundo post–atómico en el que todo había sido arrasado, en el que nada había quedado en pie. Auschwitz, Hiroshima, Dresde y Nagasaki vaciaban de cualquier autoridad moral a las instituciones de Occidente. Dios había muerto y ahora el Padre también. Muchos padres murieron en la guerra. De pronto aparecían familias enteras de mujeres viudas, madres solteras, hijos huérfanos, hermanos mayores que ocupan el lugar de modelo. Ahí están –atravesados por el espíritu salingeriano– El salvaje de Brando, el Rebelde sin causa de Dean, la libertad sin red del free jazz, el despertar hormonal del rock’n’roll. Otros Padres morían en las mentes. La generación anterior no podía dar explicaciones a las atrocidades sobre las que se erigía el nuevo mundo. El desasosiego que tras la Primera Guerra y la Guerra Civil Española había experimentado Hemingway –a quien Salinger conoció y con quien se carteó durante la guerra– tomaba una forma concreta y colectiva. La juventud empezaba a tener inquietudes que los dogmas de los mayores no podían acallar. La juventud empezaba a padecer secuelas que los mayores no podían aplacar. La juventud empezaba a tener una verdad que los mayores no podían refutar. Sobre una América rica y victoriosa se empieza a cerrar un techo invisible pero asfixiante de consumo, macartismo, coches, paranoia, gaseosas y rockolas. Un techo, una burbuja, una cúpula azul, roja y estrellada que asegura que el afuera es peligroso. Contra ese techo que se cierne correrán carreras en busca de libertad los beatniks unos años después. Y ese techo querrán perforar, en busca de ese afuera que está adentro, las nuevas búsquedas espirituales que mirarán a Oriente, donde la Guerra del Pacífico dio lugar a una pacífica importación de costumbres y devociones. Una búsqueda espiritual –ahí está esa gran novela precursora de la búsqueda salingeriana, una novela cuyo protagonista bien podría haber sido un capitán de Seymour Glass en el frente, esa gran novela que es Al filo de la navaja de Somerset Maugham– que será, silenciosa pero indisimuladamente, el camino de los cuatro libros que publicará.Se cuenta que Salinger empezó a escribir cuentos iluminado con una linterna bajo las sábanas de la escuela militar en la que estaba pupilo. Y ahí están esos cuatro tomitos blancos en un lugar de privilegio en toda biblioteca que los tenga. Cuatro libros pequeños, libros que entran en el bolsillo de una campera, en una cartera, en una mochila, en el bolsillo de atrás de un jean. Cuatro libros que te atajan si caes por el precipicio de cualquier crisis. Cuatro libros que son remedio y prospecto. Cuatro libros portátiles para atravesar cualquier noche. Libros de tapas blancas para cuando todo está oscuro. Libros perfectos para leer con una linterna bajo las sábanas. Cuatro libros que se perfeccionan y se mejoran a sí mismos. Cuatro libros que se leen como pequeñas biblias de una fe voluntaria, un credo que no se queda quieto y que sigue buscando. Cuatro libros que se comentan a sí mismos y corrigen el modo en que sus propios lectores lo fueron leyendo. Ahí está la reescritura contemporánea y urbana de la vida de Buda en las últimas páginas de El cazador oculto. Pero ahí están también los Nueve cuentos exponiendo las miserias y fracasos en la búsqueda de la iluminación. Ahí está Franny, atrapada en su crisis, repitiendo rezos como un disco rayado. Y ahí está Zooey, explicándole que el camino no lleva a la iluminación, que el camino es la iluminación. Ahí está Zooey transmitiéndole la sabiduría de su iluminado hermano mayor, pero también enseñándole que la mayor lección de un hermano mayor no está en la libertad de copiarlo sino en la libertad de ser uno. Ahí está Zooey aprendiendo y enseñando que si encuentras a Buda, mátalo. Y, finalmente, ahí está Buddy, testigo del casamiento de Seymour, su hermano mayor, sobreviviente a su suicidio, ocupando el lugar de escritor de la familia y del escritor en la segunda mitad del siglo XX –sobreviviente de las masacres, testigo de su época, atrapado en su experiencia–, para mirarlo, para contarlo, para –esa es su propia epopeya, así labra su propia leyenda– darle forma y encontrarle sentido a la historia de todos. Escribir por encima del horror, atravesándolo, para que la memoria de los muertos quede impresa como una silueta humana en una pared.Si El gran Gatsby fue la gran proeza literaria norteamericana de la primera mitad del siglo, la obra de Salinger –esos cuatro libros– es una proeza similar para la segunda mitad, una proeza más imperfecta, pero también más compleja. Si El gran Gatsby creó un universo cerrado, un universo mítico al que volver para encontrar el funcionamiento profundo de lo más alto y lo más bajo de Estados Unidos –la moral puritana, el self made man, el sueño americano, la mafia, el lado espurio de la época dorada–, Salinger creó un universo ya no cerrado sino en permanente expansión. El universo de Salinger es un universo propio, pero dentro del cual late el nuestro, un universo en permanente expansión dentro del cual se expande –más pequeño, más ciego– el que habitamos nosotros. Los libros de Salinger parecen expandirse como etapas de una vida: la adolescencia (El cazador oculto), la búsqueda de la primera juventud (Nueve cuentos), el aprendizaje de la juventud (Franny & Zooey), la madurez (Levantad, carpinteros, la viga del tejado) y la edad adulta que ya puede mirar atrás sobre todo ello (Seymour: una introducción), si no con más respuestas, al menos con más serenidad. Son también espejo de las búsquedas espirituales de un autor en cuyas páginas se oye el silencioso aullido existencial (leer El cazador... a la luz de su contemporáneo El extranjero de Camus; leer los Nueve cuentos a la luz de su contemporáneo Esperando a Godot; leer Franny & Zooey a la luz de los beatniks; leer Levantad... y Seymour... a la luz de las teorías literarias tan en boga de los ‘60, que celebran la experimentación y la entropía mientras Salinger ensaya y consigue una obra que, antes de ahogarse en tanta explicación, fuga hacia adentro y se convierte en pura literatura: en literatura escrita por sus propios personajes; en literatura que ya no necesita del escritor que la firma en la tapa; en libros que pregonan la literatura como búsqueda y salvación, la literatura –como decía Cheever– como el medio de comunicación más inteligente entre las personas).Pero, sobre todo, la de Salinger es una literatura que no se queja, ni se enoja, sino que mira al mundo a la cara y con infinita compasión, pero sin condescendencia. Son libros que no fueron escritos porque sí. Son libros que fueron escritos para algo.Son cuatro libros en los que se explora la disfuncionalidad no como cliché de cine indie sino como una consecuencia exponencial y expansiva –cada vez más, cada vez más compleja– de las guerras, los exilios, las orfandades, las muertes y el largo etcétera de atroces experiencias del siglo XX. De ahí que los cuatro libros de Salinger se lean y se actualicen, pero también que lleguen hasta el umbral de nuestra voluntad y nuestra experiencia, y ahí nos dejen. Solos. Con nosotros mismos.Por eso los chicos siguen leyendo a Salinger en presente, por eso Salinger habla del mundo, aunque el mundo se vea distinto.Ahí está Lennon, otro hijo de la guerra, otro Holden Caulfield inglés, iracundo en su ternura, furioso con los caretas de este mundo, acribillado a balazos por un idiota con El cazador oculto en el bolsillo.Ahí está Kurt Cobain, convirtiéndose de un escopetazo en el Seymour Glass de toda una generación.Ahí está la línea invisible, cada vez más larga, cada vez más compleja, pero nítida y firme, entre el Holden Caulfield echado del colegio, convencido de que el mundo está lleno de caretas, y el rubio silencioso que, tras un día normal de colegio, vuelve a la tarde para abrir fuego a discreción sobre sus compañeritos.Ahí está una línea igual de recta y compleja entre Franny o Zooey y el chico que monta una película con las grabaciones caseras de su propia desgracia en Tarnation.Quien se familiariza con los libros de Salinger, los vuelve parte de su familia.Por eso, la intimidad de sus libros –porque sus libros son profundamente íntimos, libros repletos de confesiones y revelaciones, libros que transcurren en cocinas y livings, en baños y camas– es nuestra propia intimidad.Por eso, el 1º de enero es un día perfecto para el cumpleaños de Salinger.El 1º de enero es –de una manera rara, de una manera colectiva– un día íntimo.Por eso, antes de que empiece realmente el año, de que vuelva el ruido, de que volvamos a esta época que cambió a los Seymour por los Seinfeld, a Franny & Zooey por Sex & the City, de escuchar las mismas pavadas que el año pasado, de ver otra vez que los malos les ganen a los buenos, de que los buenos se cansen y se cansen de cansarse, antes de que vengan los vendedores de milagros, los apólogos del apocalipsis y los hombres de pollera a decirnos qué tenemos o no tenemos que hacer con nuestros órganos sexuales, no estaría mal ofrecerle algo de lo que nos es ofrecido desde las páginas de uno de sus libros: este modesto ramillete de paréntesis que –ahora– encierran una tonta pero sentida vela de cumpleaños: ((((((í)))))).Feliz cumpleaños.Si pudiéramos, estaríamos ahí.Nos encantaría estar. Agradecemos no estar.Pero acá estamos, de vuelta en otro día con diarios, perdidos en la multitud, diseminados en la Historia, leyendo con una linterna, escribiendo bajo las sábanas, todavía tratando de aplaudir con una sola mano.

Poli Ladron – Patricia Mascheroni

Empezaría mi comentario por el final: Tengo dudas respecto del orden que impusiste a tu texto. Es decir –tomando el ejemplo de “Un día perfecto para el pez banana”- necesitamos del punto de vista de la mujer de Seymour, y de su suegra, para algo que sucede después alrededor de Seymour, y sobre todo para entender el final. La historia de Agustín, en cambio, no necesita de un antecedente para resultarnos tensa. Para ser claro: tengo dudas de si no empezaría la historia por el comienzo del recreo. La obsesión puede reponerse en el momento de la elección, que queda en el cuento un poco vacía.
Que se entienda: el orden que elegiste es muy bueno, y por la recepción que tuvo el cuento es obvio que no hay muchas fisuras en el esquema narrativo.
Otra. Usas para tu narrador una omnisciencia no muy marcada pero cierta. Y yo usaría el estilo indirecto libre. El estilo indirecto no puede percibir más allá de lo que se ve, de modo que no podría “decir” lo que Agustín piensa o siente. Esa tensión tendría que estar marcada en los gestos, en el cuerpo del personaje. Ya sé. Es difícil. Pero la experimentación es todo en un taller literario.
Respecto del final, si bien sigo pensando que la muerte debilita la secuencia, no descompone el cuento, que cierra perfectamente.
Ahora sí, el principio: el cuento me encanta, la elección del juego es perfecta para el esquema y demostrás cualidades técnicas para la escritura creativa que me impresionan mucho. Es un cuento excelente.

Jorge Luis Borges - La forma de la espada

(Artificios, 1944;Ficciones, 1944)
Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia. La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto. Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en silencio. No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual: —Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia. Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués: “Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon. Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera. Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo. En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad: —Pero usted se ha arriesgado sensiblemente. Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.) Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre los “recursos económicos de nuestro partido revolucionario”. Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro. Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon. Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillería”, me confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. También solía denunciar “nuestra deplorable base económicá', profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. C'est une affaire flambée murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días. El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal. Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio”. Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos. —¿Y Moon? —le interrogué. —Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos. Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera. Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina. —¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme.
1942

s/n – Luciana Sierra

El cuento formalmente es efectivo. La estrategia de transformación, que es la más importante de todas en un cuento, se cumple y so es un detalle no menor.
Pero pensando detenidamente en este cuento, veo que la estrategia funciona en tanto y en cuanto el cuento vuelve al punto de partida. Es decir que, a la manera Borgeana, una historia contiene a otra historia. Eso es un marco. Ahora bien, el relato enmarcado precisa de otro detalle más y que es el siguiente: El marco y el contenido deben tensar entre sí de un modo que justifique ese marco. Borges escribe La forma de la espada, y en ese relato, el narrador escucha una historia de un irlandés, que le cuenta la aventura de una traición.
“—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.”
Al finalizar el narrador se sincera y dice:
“—¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme”
Es decir que la historia cobra dimensión porque el que la cuenta –ocultando su identidad- es el mismo traidor.
Por otra parte, la narración en sí misma es un cuento, lo que no ocurre del todo en tu cuento.
Una cosa que debo decir es que lograste mucha acción en pocas palabras, y eso es muy valioso. Los personajes deben avanzar con la acción, las secuencias narrativas que no tienen acción forman en general cuentos que obligan al narrador a “dar vuelta cada página” ¿se entiende?
Copio el cuento entero en el blog para que todos lo lean.

Verdad-Consecuencia – Guadalupe Rosa

El cuento aparece como un conflicto generalizado en un conjunto de amigos, en donde la tensión no llega a armarse como un conjunto, quizás porque no sepamos los antecedentes de estos chicos, o tal vez –yo creo eso- porque el punto de vista elegido no es el mejor.
La mirada del narrador es una especie de focalización dentro del punto de vista de los personajes. La novela prefiere casi siempre contar desde afuera o darle un espacio a cada personaje; el cuento debe resolver rápidamente ese tema y en general elige el narrador que mejor pueda dar cuenta de la mira a de cada personaje; en este cuento me parece que hubiera sido mejor el Narrador testigo. Como una especie de resumen hago una pequeña introducción a las variables de narradores que tenemos.
Narrador-Protagonista: El artista elegirá esta perspectiva cuando la historia que quiere contar requiera un filtro fijo (que será el modo de ver las cosas del protagonista) entre el lector y los hechos narrados. Hay que tener en cuenta que este tipo de narrador no sirve para reflejar distintas maneras de ver el mundo, sino una sola. Las demás se verán en contraste o en ausencia.
Narrador testigo: Este tipo de narradores tiene la ventaja de que, al ser más manejable el personaje, el narrador podrá ampliar su campo de visión sobre los hechos.
Narrador omnisciente: La contrapartida del narrador omnisciente es la inverosimilitud. El hecho de que quien nos narra sea una especie de Dios ubicuo con la llave de todos los lugares y de todas las mentes de todos los personajes, puede dar al lector cierta sensación de irrealidad a poco que el autor se descuide. Para que esto no ocurra tiene que estar muy bien regulado el índice de aproximación del narrador hacia los personajes: solo se reflejaran sus pensamientos cuando sea absolutamente necesario para la historia; en las demás ocasiones se los enfocará desde afuera, quedando la historia expuesta por medio de sus gestos y acciones. Tampoco debe abusar de su omnisciencia entrometiéndose o haciendo juicios de valor.
Narrador Cuasi omnisciente: Se caracteriza por adoptar una perspectiva cinematográfica con respecto a la historia y a los personajes, y como consecuencia, por un alejamiento entre éstos y el lector, el cual tendrá que deducir la trama y los caracteres por una serie de gestos y modos de actuar; por unos indicadores visuales y no psicológicos. Solo tiene libertad en cuanto a la visión se refiere pero no puede leer la cabeza de los personajes.

Cómo empezar un cuento

Para encontrar el mejor comienzo para un cuento hay que ser Julio Cortazar, o Juan Carlos Onetti. Si usted no es Julio Cortazar, y no tiene los medios legales para engañarme, mas vale que comience por leer algunos consejos que lo acerquen –toda medida de distancia es relativa- a Don Julio, a Abelardo Castillo.

Tomamos, por caso, Bestiario. El 2º cuento de Bestiario, Carta a una señorita en París.
“Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará”
Bien. Póngase ya el sombrero.
Cortazar logra con este principio varias cosas: Nos dice en una sola oración que el narrador esta viviendo en un departamento prestado, que ese departamento tiene además un orden preestablecido. Nos regala la primera estampa de un cuento cuyo sentido último va a ser la destrucción del orden. Es decir, nos muestra el punto cero de la narración. El orden es estratégico.
Elige además el tiempo presente, un presente, en este caso indispensable.
Si recuerdan el final, esta carta termina con el suicidio del narrador, incapaz de sostener ese orden instalado desde el comienzo, en la casa y en la narración.

Pasemos a Circe. Allí el comienzo también es estratégico, funcional.
“Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a Tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre”
Antes que nada advertimos muy rápidamente la intencionalidad de ganar el interés del lector. Hay un chisme que contar, y el lector aun no sabe de qué se trata. Esa incertidumbre, sin embargo, figura acompañada de una oración aun más reveladora: “Porque ya no ha de importarle, pero…” Teniendo en cuenta que Mario (a él se refiere el narrador) va a ser asesinado por Delia, confirmando esos chismes, ese principio es realmente impresionante.

El tercer cuento de Bestiario que nos sirve para el análisis es Las Puertas del Cielo:
“A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como si ella misma hubiese decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo”·
El gran logro es entender que lo mejor para el cuento es la instalación de la muerte de Celina. El cuento va a narrar un encuentro entre Mauro, su pareja, Marcelo, su amigo y Celina después de muerta, en un baile. Empezar el cuento después de la muerte le hubiera quitado certeza a esa muerte, empezarla antes hubiera sido innecesario.
Es un ejemplo de un cuento que empieza por su punto MEDIO. Es la historia de lo que pasó después, sólo entendible porque se cuenta además lo que pasó antes.

En relación con la trama, otra posibilidad es olvidar los prolegómenos e ir directo al punto. Onetti.
“Todos habíamos recibido el mismo mensaje, la misma oferta increíble. Y allí estábamos; éramos seis y, claro, él, porque la reunión era en su departamento. Las invitaciones de Charlie, epistolares o telefónicas, nos decían que el viernes, a las siete de la tarde –no quiero estropearles el domingo- empezaré a suicidarme. Sea maldito el que me falle porque no tendrá oportunidad de enmienda. Hay comida abundante, beberaje”
En este cuento, Montaigne, invitacion y situación estan juntas en el prim,er parrafo inicial.
Algo similar hace Onetti en Jabón, en Mascarada, en Gato.


Pasemos a Borges (Jorge Luis). El Muerto.
“Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin mas virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera con Brasil y llegue a capitán de contrabandistas parece de antemano imposible”
El desafío y la hipótesis son las marcas funcionales de este comienzo. En franco diálogo con el lector, en estos principios tan comunes en la literatura Borgeana, se realiza un desafío. Y anticipando parte de la trama, establece una especie de hipótesis que después va a desarrollar.
Repite Borges en otros tantos cuentos este procedimiento, en Juan Muraña, en El Duelo, en El otro Duelo, en El informe de Brodie. No siempre con ese mismo gesto de desafío, pero sin duda con un intento anticipatorio.

Quien ha heredado con mucha maestría el recurso anticipatorio y lo ha llevado hasta su extremo es Abelardo Castillo, que en varios de sus cuentos utiliza ese sistema. Comenzando directamente por el final, pero no por el final de los hechos, sino anticipando la dirección que tomarán.
Ej. En “El Marica”
“Escuchame Cesar, yo no se por donde andarás ahora, pero como me gustaría que leyeras esto, porque hay cosas, palabras que uno lleva mordidas adentro y las lleva toda la vida, hasta que una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien, porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Escuchame”
y en “Hernan”
“Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsivas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia que un día, con la mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos. En los últimos tiempos miraba de soslayo a Hernán”



En fin, lo que me gustaría que quedase claro es que el comienzo de un cuento forma parte de una serie de recursos importantes de un cuentista.
En esa unidad funcional, se empiezan a decidir cuestiones esenciales como son la voz narrativa, el punto de vista, el tiempo de la narración. Y como si eso no alcanzara para atribuirle a los comienzos la importancia que merecen, también en ese primer contacto con los lectores empieza a sentirse el tono de la narración, la cadencia.
¿Hará falta mencionar que lo que haya de contenido en un comienzo marcara también la estrategia narrativa? Es decir, cuando elijamos que cosas van a formar parte del comienzo, desde el punto de vista de los contenidos, estamos marcando cual va a ser nuestra relación con la información, y quizás también con la verdad.

En relación con la trama, pueden dividirse en tres:
Los que comienzan antes de la acción: Procedimiento clásico, no altera el orden cronológico y empieza dando precisiones de tiempo, de lugar, geográficas.
Los que empiezan justo en el comienzo de la acción: ver el ejemplo de Onetti
Los que comienzan por la mitad de la acción: ver el ejemplo de Cortazar en “Las puertas del cielo”, o García Marquez en “Cien años…” aunque no sea un cuento…
Los que comienzan por el final: ver los ejemplos de Castillo.

En relación con la información, pueden ser anticipatorios, establecer teorías o hipótesis que después van a querer demostrar. (El caso de Borges en El muerto)
Pueden ser misteriosos, para generar una expectativa o definitivamente escabrosos para generar una impresión fuerte (como el caso de Poe en La Mascara de la Muerte Roja).

También es común en algunos cuentos de Poe e incluso de Borges, el estilo Enmarcado. Es decir, una explicación previa antecede a los cuentos, relatos que generalmente han sido encontrados en un libro, en una botella, contados de unos a otros, o referidos de casualidad por algún personaje histórico.
En fin, sin duda hay miles de maneras de enfrentarse con un cuento, pero seguro que la funcionalidad de los principios en un cuento es un detalle que vale la pena no subestimar.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Un día perfecto para el pez banana

J.D. Salinger(EEUU, 1953)

En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad. Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono. -Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño. -Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora. -Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero. A través del auricular llegó una voz de mujer: -¿Muriel? ¿Eres tú? La chica alejó un poco el auricular del oído. -Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo. -He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien? -Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han... -¿Estás bien, Muriel? La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja. -Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida desde... -¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada... -Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después... -Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad. -Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo. -¿Cuándo llegaron? -No sé... el miércoles, a la madrugada. -¿Quién manejó? -El -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada. -¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que... -Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad. -¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles? -Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto? -Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para... -Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces... -Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás... -Muy bien -dijo la chica. -¿Siguió llamándote con ese horroroso...? -No. Ahora tiene uno nuevo. -¿Cuál? -Mamá... ¡qué importancia tiene! -Muriel, insisto en saberlo. Tu padre... -Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita. -No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo... -Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza... -Tú lo tienes. -¿Estás segura? -dijo la chica. -Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió? -No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído. -¡Pero está en alemán! -Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos... -Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre. .. -Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo. -Muriel... mira, escúchame. -Te estoy escuchando. -Tu padre habló con el doctor Sivetski. -¿Ajá? -dijo la chica. -Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo. -¿Y entonces...? -dijo la chica. -En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro. -Aquí en el hotel hay un psiquiatra -dijo la chica. -¿Quién? ¿Cómo se llama? -No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno. -Nunca lo oí nombrar. -De todos modos dicen que es muy bueno. -Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa... -Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma... -Muriel... palabra... El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la... -Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover. -¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está... -Lo usé. Me quemé lo mismo. -¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste? -Me quemé toda, mamá, toda. -¡Qué horror! -No me voy a morir. -Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra? -Bueno... sí... más o menos... -dijo la chica. -¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste? -En la Sala Océano, tocando el piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado aquí. -Bueno, ¿qué dijo? -¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije... -¿Por qué te hizo esa pregunta? -No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo... -¿El verde? -Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería... -¿Pero él qué dijo? El médico. -¡Ah! sí... Bueno... en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible. -Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela? -No, mamá. No abundé en detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el día en el bar. -¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... tú sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...? -En realidad, no -dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas podíamos hablar. -En fin. ¿Y tu abrigo azul? -Bien. Le aliviané un poco el forro. -¿Cómo es la ropa este año? -Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica. -¿Y tu habitación? -Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra -dijo la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión. -Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina? -Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo. -Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio estás bien? -Sí, mamá -dijo la chica-. Por enésima vez. -¿Y no quieres volver a casa? -No, mamá. -Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos... -No, gracias -dijo la chica, y descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una flor... -Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que... -Mamá -dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento. -¿Dónde está? -En la playa. -¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa? -Mamá -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso. -No dije nada de eso, Muriel. -Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la salida de baño. -¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no? -No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca. -Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas? -Lo conoces muy bien -dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje. -¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra? -No, mamá. No, querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana. -Muriel. Hazme caso. -Sí, mamá -dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha. -Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes? -Mamá, no le tengo miedo a Seymour. -Muriel, quiero que me lo prometas. -Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó. -Ver más vidrio (*) -dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-. ¿Viste más vidrio? -Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor. La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más. -En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo -dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura. -Por lo que usted me dice, parece precioso -asintió la señora Carpenter. -Quédate quieta, Sybil, gatita... -¿Viste más vidrio? -dijo Sybil. La señora Carpenter suspiró. -Muy bien -dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna. Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel. Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas. -¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? -dijo. El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil. -¡Ah!, hola Sybil. -¿Vas a ir al agua? -Te estaba esperando -dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo? -¿Qué? -dijo Sybil. -¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos? -Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando la arena. -No me tires arena a la cara, nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto. -¿Dónde está la señora? -¿La señora? -el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación. Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba. -Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul. Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente. -Este es amarillo -dijo-. Es amarillo. -¿En serio? Acércate un poco más. Sybil dio un paso adelante. -Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy. -¿Vas a ir al agua? -dijo Sybil. -Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón. -Necesita aire -dijo. -Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricorniano. ¿Cuál es tu signo? -Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo Sybil. -¿Sharon Lipschutz dijo eso? Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho. -Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto? -Sí que podías. -!Ah!, no. No era posible -dijo el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio? -¿Qué? -Hice de cuenta que eras tú. Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena. -Vamos al agua -dijo. -Bueno -replicó el joven-. Creo que puedo arreglarme para hacerlo. -La próxima vez, sácala de un empujón -dijo Sybil. -¿Que saque a quién? -A Sharon Lipschutz. -¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos -repentinamente se puso de pie y miró el mar-. Sybil -dijo-, ya sé lo que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana. -¿Un qué? -Un pez banana -dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño. Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano izquierda tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar. -Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana -dijo el joven. . -¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces? -No sé -dijo Sybil. -Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más que tres años y medio. Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró. -Whirly Wood, Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante. -Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró: -Ahí es donde vivo -dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut. Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos. -No te imaginas cómo eso aclara todo -dijo él. Sybil soltó su pie: -¿Has leído El negrito sambo? -dijo. -Es gracioso que me preguntes eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche -se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te pareció? -le preguntó. -¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol? -Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres. -No eran más que seis -dijo Sybil. -¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices nada más? -¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil. -¿Si me gusta qué? -dijo el joven. -La cera. -Mucho. ¿A ti no? Sybil asintió con la cabeza. -¿Te gustan las aceitunas? -preguntó. -¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas. -¿Te gusta Sharon Lipschutz? -preguntó Sybil. -Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto. Sybil no dijo nada. -Me gusta masticar velas -dijo ella por último. -¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría. -Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más afuera. Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador. -¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? -preguntó. -No me sueltes -dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres? -Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana. -No veo ninguno -dijo Sybil. -Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas. Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho. -Llevan una vida muy triste -dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil? Ella meneó la cabeza. -Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta. -No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos? -¿Qué pasa con quiénes? -Con los peces banana. -Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo? -Sí -dijo Sybil. -Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren. -¿Por qué? -preguntó Sybil. -Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible. -Ahí viene una ola -dijo Sybil nerviosa. -La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos. -Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: -Acabo de ver uno. -¿Un qué, mi amor? -Un pez banana. -¡No, por Dios! -dijo el joven-. ¿Tenía alguna banana en la boca? -Sí -dijo Sybil-. Seis. El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta. -¡Eh! -dijo la propietaria del pie, volviéndose. -¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante? -¡No! -Lo siento -dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo. -Adiós -dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel. El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel. En el primer nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc. -Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha. -¿Cómo dice? -dijo la mujer. -Dije que veo que me está mirando los pies. -¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del ascensor. -Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo. -Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista. Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás. -Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso por favor. Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño. Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas. Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas -Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.
(*) Se refiere a Seymour Glass (pronunciado simor glas) y confunde el sonido con la expresión see more glass (ver más vidrio).

El cuento:

DEFINICIONES VARIAS:

§ “Se caracteriza por la unidad de impresión que produce en el lector, puede ser leído de una sola vez; cada palabra contribuye al efecto que el narrador previamente se ha propuesto, y que culmina cuando ese efecto se cumple”
§ “Narración de acontecimientos psíquicos y físicos interrelacionados en un conflicto y su resolución, que nos hacen meditar sobre el modo de ser del hombre”
§ “Breve serie de eventos que captan nuestro interés, que tienen un comienzo un medio y un fin, que son imaginarios y nos hacen la ilusión de realidad”
§ “Secuencia de hechos en los que gente ordinaria hace cosas extraordinarias o al revés, que crea y mantiene una ilusión de vida”
§ “Breve y bien construida presentación de un incidente central y fresco en la vida de dos o tres personajes nítidamente perfilados: la acción, al llegar a su punto culminante, enriquece nuestro conocimiento de la condición humana”
§ “Un personaje único, un único acontecimiento, una única emoción, provocada por una situación única”

NUESTRA PROVISORIA DEFINICIÓN:

Cuento: Esquema dinámico de sentido en la que se narra un suceso único (una anécdota única), que merece ser contado, y cuyos recursos específicos son la economía, la claridad de su presentación y la tensión, que utiliza un mínimo de personajes y mantiene un tono específico. La narración de este único suceso debe iluminar u oscurecer elementos que acabarán por constituir una segunda trama, que se realiza de modo cifrado, o manifiestamente oculto. El suceso es siempre un problema que puede dar lugar a una transformación.
El conjunto funciona como un sistema, un artificio, un esquema cuya funcionalidad constituye una red en la que cada elemento modifica al resto.

Esquema dinámico de sentido: Llamamos así a una idea, que el escritor tiene en su motivación en un momento previo a la escritura, y cuyo orden esquemático pasa a la imagen, y de allí a la escritura, transformándose y variando según las posibilidades del tema, de la trama, etc.
Suceso único: Condicionamiento propio de esta forma, que busca la brevedad, y cuyos recursos devendrían inútiles en una trama con multiplicación de sucesos.
Que merece ser contado: Elemento puramente subjetivo, globalizador de todas las necesidades temáticas del cuento. Un buen cuento debe ser siempre una buena historia.
Economía: Recurso por medio del cual el cuentista tiene un control exhaustivo sobre el texto, reduciendo al mínimo las acciones y los personajes, y otorgándole a cada palabra una función que la transforme en un elemento no permutable.
Claridad: Recurso que exige de la trama del cuento una organización que pueda ser comprendida, el correcto uso de las ambigüedades y de las disgreciones.
Tensión: La sensación en una obra de que algo va a ocurrir, de que se va a producir una transformación.